Ha sido el regreso más duro de los últimos veranos. No es que otros años volviera a Madrid dando saltos…pero éste me ha costado (me está costando) especialmente. NO estaba preparada mentalmente. NO había cargado las pilas lo suficiente. Y me daba una pereza infiniiiita pensar en llegar, deshacer maletas, hacer compra, llenar la nevera, poner lavadoras, organizar armarios …en definitiva, mirar cara a cara a la rutina. Y eso que el viaje de vuelta siempre suele darme un margen generoso para ir digiriendo la realidad que me espera seis horas después…pero esta vez, NO. Porque a pesar de ir practicando mis ejercicios de meditación al volante y contener la angustia de dejar atrás un mundo radicalmente opuesto al que me esperaba el resto del año, cuando llegué a Madrid mi mente seguía en modo vacaciones…y mi cuerpo (ay, mi cuerpo) en modo “ponte-a-dieta-ponte-a-dieta-ponte-a-dieta”. Total, que el temido síndrome postvacacional estaba llamando a mi puerta.
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Pero ahí estaba yo, luchando por contener la pena mientras aparcaba el coche e iba trazándome mentalmente una hoja de ruta para sacar del maletero los 6.000 kilos de equipaje que había llevado “para sobrevivir” fuera de casa.
Eran las cuatro de la tarde y en Madrid hacía un calorazo insoportable. Nada más salir del coche la primera bofetada de viento sahariano me secó la cara como a Drácula el amanecer. Pero eso no fue lo peor, porque dentro de casa me esperaba una bonita riada de hormigas que llegaba desde la cocina hasta el garaje. Las muy cabronas habían olido el pienso de la perra que quedó en un saco, y a pesar de que estaba cerrado con el zip de la solapa, las muy cabronas, repito, acabaron encontrando un agujerito ínfimo, pero suficiente para que convirtieran mi casa en una especie de Port Aventura para bichos. ¿No me oísteis gritar?
Así que, sin poder sacar las maletas del coche, con la perra jadeando como una loca, los niños enloquecidos por el entusiasmo de regresar a casa (inexplicable, pero cierto), los 38 grados de calor y unas ganas de llorar que te cagas, me puse a matar hormigas. Miiiiiiiles de hormigas que se habían hecho fuertes EN MI CASA y que subían por las jambas de las puertas, por las ventanas, por dentro de los armarios, por las paredes…¡JODER! ¿ACASO NO ERA SUFICIENTEMENTE DURO VOLVER? Pues no, además, las hormigas. Dos horas tardé en exterminarlas, retirar los cadáveres, vaciar armarios, limpiarlos por dentro, volver a llenarlos, aspirar el suelo, fregarlo y por supuesto desintoxicarme de los litros de insecticida que había esparcido por toda la casa.

No es mi maletero, pero se le parece bastante
Luego, claro, vino lo de las maletas y las cinco lavadoras… y cuando terminé de colocarlo todo, hala, ¡a Mercadona a por víveres!, porque mis tres churumbeles ya revoloteaban a mi alrededor preguntando compulsivamente que qué había de cenar. Y allá que me fui. Ese sí que fue el verdadero baño de realidad. Ocho de la tarde, cuatro horas después de volver, diez desde que abandonara el paraíso, y ahí estaba yo, con un dolor de riñones infernal, a punto de llorar y empujando un carrito cargado hasta los topes con una rueda a la virulé. “Bien…ahora sí que acabó el verano”, pensé. Así que, después de meter en el maletero las 25 bolsas de compra (y eso que sólo iba a coger lo necesario para salir del paso esa noche) y volver a sacarlas diez minutos después para colocar todo en la nevera, hala, ¡a hacer la cena!
Diez de la noche. Estaba catatónica, agotada… conteniendo mentalmente la puerta de la depre postvacacional que el ariete de la realidad estaba a punto de derribar. Pero aguanté. Todavía no rompí a llorar. Recogí la cocina, volví a fregar, guardé las maletas, coloqué las cosas que quedaban, y por fin pude derrumbarme. Qué diferente era todo de repente. Me sentía como un geranio trasplantado del jardín a una lata.
Justo un día antes, a la misma hora, estaba en otra casa, otro país…otro planeta. Habíamos ido todos a cenar para despedir las vacaciones. Fue una noche estupenda…ni perfecta ni especial, pero estupenda e irrepetible…como las otras catorce que pasamos juntos…como tantas y tantas noches que hemos compartido desde que éramos críos (y no creo que muchas personas puedan alardear de una amistad de 32 años)
Pero ahora estaba sola, aturdida por un silencio que durante dos semanas sólo existía al amanecer, cuando los niños dormían y aún no había empezado el tsunami de risas, música y voces…porque en estas semanas ha habido de todo, excepto silencio.
Y la cosa no mejoró cuando recordé que el día anterior, justo a esa misma hora, todos estábamos tirados en el jardín, escuchando el mar y viendo las Perseidas. No habían pasado ni 24 horas y el escenario no podía ser más diferente. Estuve media hora mirando el cielo…y nada. Ni una sola apareció; el peor colofón imaginable a un día asqueroso. Y de repente, cuando ya me di por vencida y decidí marcharme a la cama, una estrella fugaz gigantesca arañó el cielo dejando un rastro inmenso de luz, el más grande de todos cuantos hemos visto este verano. Y lo tomé como un regalo de despedida. Entonces sí…rompí a llorar.
El caso es que ya ha pasado una semana ¡Es asombrosa la capacidad del ser humano para adaptarse al medio y sobrevivir en condiciones adversas! Yo voy poco a poco. Al menos ya no me echo a llorar cuando descubro arena de la playa en un rincón del bolso, o cuando veo con impotencia cómo me pelo…o cuando mi sobrero de paja aparece en el lugar más insospechado de la casa. Y otra cosa importante: mis niveles hormonales se empiezan a estabilizar. Pero noooo, no estoy curada…cosa que al parecer a mi gente no le preocupa demasiado, porque me consideran ciclotímica compulsiva y están convencidos de que cualquiera de estos días me levantaré loca de alegría porque he encontrado en el buzón el nuevo catálogo de IKEA y gritaré a los cuatro vientos que lo mío es el otoño y que menos mal que llega el frío. En fin…poco a poco.
Ni que lo digas troiana. Ya sólo nos quedan 365 días para repetir risas vinos, paseos, y otros 600 kilos de equipaje o más para quedarnos en el paraíso durante más tiempo. Las vacaciones juntos son el mejor regalo del año y nuestros hijos siempre las llevarán muy adentro. Ayyyy, que vuelvan las pérdidas ya!!!
Pero qué suerte tenemos!!!!…y sí, ya queda menos para que vuelvan las Perseidas (doy por hecho que el corrector te ha tuneado el nombre de las estrellas fugaces, jajajaa)
Sí ¡¡ … ni que lo digas .¡¡ … la cruda realidad….